Hace algún tiempo, en vida de Maestro Pepe, Pepito o José Rodríguez Franco “Faro de Maspalomas,” me propuse escribir un libro sobre el vivir sucesivo de este hombre irrepetible. Tenía la verdad, numerosas historias, gestas de poder, desafíos y conversaciones mantenidas a lo largo de muchísimos años. Yo lo admiraba y lo frecuentaba cada vez que me desplazaba a Telde. Guardo recuerdos en el barrio de San Francisco, alrededor de un pozo de la zona, en el barranco de Telde, en medio una finca de plataneras. Incluso un día lo cité en el López Socas con su arado para hacer, para TVE su levantamiento desde distintos puntos de vista. Mantuve conversaciones sobre “El Corredera”, sobre la muerte de su hijo, sobre un homenaje que le preparó mi padre en el campo del Hornillo cuando el Faro pasaba unos apurillos, en el viejo Campo España cuando endomingado irrumpió en el terrero en medio de la actuación del forzudo Sansón del siglo XX, en la plaza de San Gregorio cuando retomó la lucha y ficho por el Unión Telde de Juan Galindo... ¡¡En fin!!
Pues para hacer realidad el libro sobre el Faro, hablé con distintos amigos que lo conocieron para que me hicieran algún escrito sobre maestro Pepe. Uno de ellos, de pluma precisa, José Luis Cruz González, compañero en prensa y en televisión me hizo este escrito que ayer, rebuscando entre mis papeles me lo encontré.
UN ARADO QUE SURCABA EL CIELO
Para la chiquillería maravillada era, ante todo, el hombre que empenicaba el arado como si fuera una caña. La lucha Canaria tuvo en él, a una de las acabadas expresiones de la nobleza en la brega. Se llamaba Maestro Pepe y también Pepito. No le gustaba que lo llamaran don José, porque él se sentía un obrero y, en su juventud sureña de atropellos caciquiles y pan duro el don era una frontera social, el título que marcaba diferencia que repugnaban a un sufridor de injusticias, a un amigo de Juan García Suárez, “El Corredera” y de Francisco Casimiro, comunista tibio y antifascista radical.
Era lo más alto y lo más luminoso. Por eso era el “Faro de Maspalomas”. Triunfó cuando más difícil era destacar. En su momento de máximo esplendor el deporte de sus amores estaba plagado de grandes figuras en casi todas las islas. Maestro Pepe añadió brillo a la época de oro de la lucha canaria. Su presencia en el terrero era doblemente imponente por el señorío de sus pausados ademanes y por la potencia de sus músculos. Desde que era un adolescente se hizo leyenda su fortaleza. Con Pepito no se podía apostar en cuestiones de poderío físico. Cinco duros - de aquellos que daban para comer dos días a base de bien- tuvo que apoquinar el atrevido que le desafió a echarle una burra a una platanera y partir el rolo con una mano en menos de tres minutos.
De José Rodríguez Franco todo se ha escrito en los papeles y todo se ha exclamado en las gradas de los terreros, pero quizás el mejor compendio a tanto tributo de admiración lo hizo un médico de los habituales en las tertulias que entonces se formaban en el Café de Buenaventura, cerca de la plaza teldense de San Gregorio. Dijo el doctor: “El Faro no tiene más fuerzas porque debe emplear la mitad en contener a la otra mitad”.
Sin embargo, lo más hermoso de José Rodriguez eran sus silencios ante las preguntas delicadas que aludían a la represión política, al escondite de ·Corredera o a la prisión de Casimiro. El Faro era un hombre de palabra. Por eso callaba. Odiaba el abuso y despreciaba a los prepotentes, pero tampoco era un héroe ni un inconsciente. Era un buen amigo que se sentía unido a los suyos, pero carecía del impulso del militante.
Desde el otro lado, desde la orilla marginante de los enemigos de sus amigos, quisieron manipular su fama para convertirlo en símbolo del régimen político imperante. Por prudencia, que no por deslealtad, tuvo a veces que tragar, pero nunca hasta el punto de que llegara a pensarse, que había connivencia entre él y los que pertenecían instrumentalizar el cariño que en toda Canarias se le tenía.
Pepe Rodríguez, un cachorro de hombre, un amigacho del carajo, un caballero de fundamento, casi no podía hablar en los últimos momentos de su vida. Había callado tanto que sus cuerdas enfermaron y hasta esa dolencia criminal tuvo que extenderse traidoramente por todas sus células, para conseguir dar en tierra de camposanto, con el cuerpo de un personaje al que le brillaban los ojos (ojos de faro) cuando le decían: “Pepito, a usted lo que le pasa es que es un guanche”. El alma de niño y el orgullo sanote de la gente del Sur, le afloraba a los labios para dejar caer la escueta respuesta socarrona: “Será...”
En la memoria de los que hemos pasado el ecuador de la existencia y hasta un trópico queda la estampa gallarda de un arado que enfilaba el horizonte y se alzaba hasta el cielo para surcar de admiración la misma barba de Sansón.
La prodigiosa facilidad con la que levantaba el arado, queda como un símbolo doble, porque durante muchos años el arado iba amarrado al yugo en sus demostraciones. Puede pensarse que aquello era la única entre una extraordinaria exhibición de facultades físicas, pero aquel hombre, era tan buena gente y aquellos tiempos eran tan perversos para su pueblo, que a uno le viene la imagen del libertador Espartaco, redivivo cuando evoca la última vez que vio a Maestro Pepe ya en las puertas de la ancianidad, izando el arado en la Plaza de San Juan, junto a los laureles de India que cató el poeta Fernando González y que parecían coronar con su denso follaje, no a Pepito, sino al arado que prolongaba el milagro de nuestro Titán.
J.J. Cruz González
Jinámar, diciembre 1.992
ALFREDO AYALA OJEDA
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