Siempre, siempre, cuando se avecinan las Pascuas, Fin de año y Reyes, me viene a la memoria momentos vividos junto a mi madre. Ella, era como el coche escoba de las competiciones deportivas. Iba con poco. Bastaba que le tocaran en la puerta para franquearle la entrada y ofrecer cuanto tenía a su alcance. Mi madre, tenía su método de conducta con quienes repetidamente tocaban a la puerta o descolgaban el gancho: “yo cubro una necesidad, pero nunca costeo un vicio”
Nosotros, los siete hermanos, tuvimos cuidadoras. No era contratadas, no. Solo eran amistades del “tropezón”, como calificaba mi madre, al encuentro casual en el momento que iba, a la iglesia del Risco de San Nicolás, a por el hilo de San Blas, protector del cuido de la garganta... En una de sus recaladas a la pequeña ermita, conoció a Rosalía y, después, la fuimos conociendo el resto de la familia. Rosalía, tenía una abundante melena “revuelta en color” que sometía al orden sujetándola con un desgastado elástico que le permitía formar una espléndida cola de caballo. Rosalía, tendría sobre los sesenta años. Era una mujer moderna para los tiempos que corrían. Vestida con un “traje saco” con un amplio bolsillo, que le servía para guardar una llamativa cajita, de polvos de rapé y un monedero.
Cada mañana, con la fresquita y resguardada con una pañoleta, Rosalía salía de su casa, en el Risco de San Nicolás, atravesaba la calle Guerra del Río, enfilaba el Paseo de Chil y a la altura del Estadio Insular, cruzaba las arenas y se plantaba en la puerta de mi casa. Se sacudía los pies, golpeaba sus alpargatas contra el suelo, para eliminar la rubia arena y en la tiendita próxima, compraba su cuartita de vino...
Mi madre, la esperaba con los granos del café del “paletú”, el molinillo dispuesto y la cafetera de calcetín, preparadita. Mientras hacía los preparativos , ellas pegaban la hebra. Tras tomarse el buchito de café, Rosalía agarraba la escoba y empezaba a barrer, desde la puerta de la calle, hasta el fondo de la cocina... Cuando terminaba, preparaba una tacita, le ponía unas cucharaditas de gofio y detrás un tanganazo de vino... Con cuchara de aluminio, le daba vueltas y más vueltas, hasta hacer una “rala” que, según ella, sabía a pastillitas...
Años estuvo haciendo y deshaciendo el mismo trajín. Un día, las fuerzas la abandonaron y mi madre, cada vez que tenía un hueco, me pedía que la llevara para visitarla...
Policarpo, el “amañao”, era otra de las visitas que frecuentaba mi casa. Policarpo era parco en el decir y extenso en el hacer. Sabía de todo; cañerías, cables, electrodomésticos, albear, albañilería. Era pequeñito y flaco, como un podenco... Nunca se quitó su viejo sobrero. Mi madre, cuando había alguna avería que requería la visita de Policarpo me decía, Alfredito, vete y avísalo y yo atravesaba aquellos arenales que separaba a mi barrio, La Alcaravaneras, con Guanarteme.
Policarpo, desde que le pasaba el aviso, venía "eslapao". Él pasaba sus necesidades, pero en mi casa, en los momentos a los que me refiero, lujos no, pero frutas, carne y pescao salao, pues sí.
Pegadito a la cocina, había una breve despensa. Allí colgaba un racimo de plátanos y allí, precisamente, era donde Policarpo hacía sus arreglos. Empataba unos cables y se "jincaba" un plátano... Cuando terminaba, decía: “Doña Solita, ya la plancha la probé y funciona. Se me ha quedado un cable por fuera, pero lo importante es que planche. Así que tenga cuidadito al usarla, no sea que le vaya a dar un calambrazo”...
Policarpo, ¿cuánto es...?, decía mi madre...
Nada Solita, no es nada... pero si me gustaría que me diera un poco de pescao salao -un cacho de cherne o una vieja seca- y unas papitas y estamos en paz.
Mi madre le preparaba su pedido y salía de mi casa, más contento que unas pascuas.
Otro caso era el de Solita, una mujer repetidamente golpeada por la vida. Era muy amiga de mi madre. Solita, vivía casi pegado al Estadio Insular. Allí, en una amplia casa terrera, tenía en la entrada su taller de costura. Ella, decía mi madre, “cosía para la calle”. Así con ese trabajito, haciendo arreglos de la mañana a la noche, fue sacando a sus hijos adelante... Una, terminó magisterio, el varón, montó un taller de mecánica, la mayor, quedó ayudándola en sus trabajos de Corte y Confección y la última de las hembras, terminó enfermería.
Ella, Solita, sin más ayuda que su trabajo, fue sorteando las embestidas de la vida. Su marido, se fue a Venezuela en busca del dorado y nunca regresó. Solita era una mujer sufrida. El varón, Chano, en Ciudad Jardín, mientras caminaba por una de las estrechas aceras, un perro le ladró. Se asustó, pisó el filo de la acera y cayó a la carretera, con tanta mala fortuna que una furgoneta, le dio un tremendo golpe en la cabeza, que lo tuvo debatiendo entre la vida y la muerte... La más pequeña, ya situada y con un buen empleo, un día decidió suicidarse y consiguió su propósito.
Mi madre y Solita, seguían frecuentándose y ayudándose. Mi madre, en ocasiones la ayudaba en los arreglos de costura o les preparaba algo de comer, mientras, Solita y su hija, se apresuraban para cumplir con los encargos. Eran como una piña.
Recuerdo que mi madre, le hacía unos dibujos, para que adornara algunos vestidos de las niñas.
Pero lo que más me quedó grabado, es que la casa de Solita, repetidamente golpeada con dureza, nunca faltó esa lucha por superar la adversidad.
Hoy, cierto es que cuando se acercan estas fiestas me gusta tirar la vista atrás y recordar algunos momentos vividos con mi madre. Historias que bien darían para escribir, un buen libro.
Los tiempos han cambiado pero mis recuerdos, no.
ALFREDO AYALA OJEDA
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